Cándida

Un mundo podría definirse como el conjunto de las cosas creadas; el universo de lo concebido, de lo que se hace tangible a los sentidos. Es el espacio de lo que se da por vivo. Pero también es la tierra de lo increado, de la pulsión emotiva. Un mundo, entonces, es el recipiente que llenamos de sentido, donde se combina lo concreto con lo sutil y lo efímero. El mundo es la memoria cargada de imágenes, dialectos y texturas. Mundo es un lugar, un espacio de tiempo, un paisaje, una coordenada o un instante de ensoñación.

Como todo cuerpo, vivo o increado, un mundo tiene límites, barreras levantadas por el tiempo y la corporalidad. La memoria gravita inquieta en los márgenes de lo conocido, y se evapora en la inaccesibilidad de la frontera. Eso es el olvido. El olvido habita en la distancia. Distancia es ruptura, alejamiento, desafecto; frialdad. Es reja y es metal. Es un cercamiento que pone en evidencia la otredad y la relación sensible entre el interior y el exterior, lo público y lo privado, lo inmediato y lo lejano, lo presente y lo transcurrido; lo bello y lo fatal.

CÁNDIDA es una (re)colección de mundos, un ejercicio de observación de la naturaleza del límite y la tensión corpórea que ejerce sobre lo que encierra. Es una exploración sobre la sustancia de lo distante; sobre la soledad de lo perdido y la nostalgia de lo encontrado. Es un diálogo íntimo; una conciliación con el tejido entrecortado de la memoria y una negociación con la imagen desde la periferia.

Candidez significa transparencia, lucidez, calidez, diafanidad. Es contrario a borrosidad, opacidad y nublamiento, que son distancia. Lo cándido es antídoto pero también decepción; una flor sublime que persigue una escena desmembrada. La memoria añora la imagen y el tiempo la hace sombra. La resguardan dos cerrojos, una puerta, una ánfora o un barrio envejecido. Al mirarla de cerca se disuelve lo evocado, con la paciencia de un paso y el ruido interno de todo lo vivo.